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A cinco pasos de la escalera

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—¡Coño'e tu madre, Maricarmen!
—¿Qué pasa Panchito?—La mujer miró que su esposo traía entre sus manos una tela sucia—. Ay, mi amor, discúlpame. Eduardito se ensució y el pañal lo tiene maíta. Tenía tantas cosas que no pude...
—¿No habrá un trapo por ahí?
—Ya me invento algo.
—Hazme ese favor, Maricarmen, que sabes que yo no puedo andar así.
—Vamos a estar así siempre...
—¡Cállate la boca, mujer! Hazme el favor.

La mujer agarró la toalla y esperó a que su esposo saliera de la habitación. Abrió el grifo de la cocina, pero habían vuelto a cortar el agua. Eladia, la vecina, decía que la alcaldía lo hacía adrede: “Porque los hijoeputa del José Félix Ribas sí tienen agua, comadre. Siempre estamos peor, comadre, tú lo sabes, yo lo sé”.

Abrió el grifo y nada, de ahí salía una corriente de aire que iba perdiendo poco a poco la presión. Iba a llorar cuando escuchó la cama de los niños rechinar. Entró José Francisco a la habitación con los ojos todavía entreabiertos.
—Buenos días, mami. Bendición.
—Dios lo bendiga, papito. ¿Desayunas?
—No, mami, me aguanto hasta el almuerzo —Bostezó—. Carmen anoche se acostó sin comer nada.
—¿Y eso?
—Ni idea. ¿Y papá?
—En su cuarto. Vaya a pedirle la bendición.
Bostezó de nuevo y se dirigió pesadamente a través de la cocina. Su papá estaba acostado en la cama, estirando los brazos.
—Bendición, papá.
—¡Joseíto! Véngase, que Dios me lo bendiga. ¿Comiste?
—No, papá, me espero al almuerzo —dijo y se subió a la cama con su papá—. ¿Hoy vas a pelear, papá?
—Sí, mi niño, justo su mamá me está lavando las bandas.
—¿Vas a ir a entrenar antes, papá?
—Claro. Usté también véngase, mijito, así aprende.
—¡Sí, sí! ¡Yo quiero ir!
—Pregúntale a Juan de Dios cuando se despierte, quizás y viene el condenado.
—No, papá, ése no va a venir, porque ahora..., bueno..., y que tiene una novia no sé dónde.

Francisco miró a su hijo. Le pidió que le dijera a su mamá que no se olvidara de buscar la boquilla donde el trigueñito, que se la estaba acomodando. Se quedó pensando, acostado en su cama. Había conocido a Maricarmen cuando ambos tenían quince años. Tuvieron a Juan de Dios antes de casarse, y después vino José Francisco. Luego Carmencita y Eduardito, los más pequeños. Juan de Dios ya tenía catorce años y se estaba buscando muchacha. Resopló: lo menos que quería ahora era más carajitos.

Le había preguntado a Maricarmen si quería ligarse las trompas, pero dijo que eso era demasiado caro. No estaba seguro de si en el Materno Infantil hacían esas cosas, aunque lo que sí tenía claro era que si seguían llenando la casa de carajitos nada sucedería. Maricarmen, horrorizada, se resistió, diciendo que apenas tenía treinta años. Así lo decía, pero en la cara se le notaban los cincuenta años que no vivió pero tuvo que soportar.

—¡Panchito, vente, que conseguí algo! —gritó su mujer desde la cocina. Francisco se levantó de la cama. El metal oxidado que soportaba aquella colchoneta rechinaba con un ruido estruendoso. La colchoneta olía a sudor, parecía tener años sin ser lavada. La gomaespuma, ya vencida, comenzaba a cuartearse. Francisco se tambaleó sobre sus pies callosos. En la cocina estaba Juan de Dios desayunando una arepa.
—Épale, muchachote —le dijo.
—Bendición, papá —respondió, antes de darle un mordisco a su comida.
—¿No hay leche, Maricarmen?
—¿Pa' qué, Panchito?
—Mira que el muchacho está comiendo sin nada, mamita.
—Coño, Pancho, eso es pa' los niños.
—¡Dale su vaina, no joda!

Juan de Dios negó con la cabeza: que no quería leche, que estaba bien. Le dirigió una mirada avergonzada a su padre, quien se cruzó de brazos, receloso. Maricarmen le tendió un pedazo de tela a su esposo, le dijo que la había conseguido en la cómoda y le pareció que funcionaría perfecto. Francisco la palpó y le dio las gracias.
—Voy a despertar a Carmen. Joseíto me dijo que anoche no comió nada.

Pancho escuchó a su esposa, pero advirtió que no esperaba una respuesta. Los domingos le tocaba asistir a la noche de boxeo de Risto. Joseíto y Juan de Dios sabían de su trabajo, pero Maricarmen y él prefirieron ocutárselo a Carmencita. Nunca se atrevieron a preguntarse qué pensaría ella de los moretones. Tal vez que hacía de malandro, porque ni el más pequeño se salvaba de conocerlos.

Carmencita se despertó por los zarandeos de su madre. Abrió los ojos poco a poco. Estiró los brazos y los puso alrededor de la nuca. Maricarmen la cargó y la llevó hasta el baño; la dejó en el suelo.
—Lávate los dientes, princesa.

La niña la miró y, somnolienta, se subió al banquito. Maricarmen agarró con una perolita un poco de agua, le mojó el cepillo lleno de pasta y Carmen se lo metió a la boca.
—Cuando termines agarra agua de la perola, te enjuagas la boca y vienes a desayunarte, mamita —La nena asintió con la cabeza y su mamá volvió a la cocina.

A Carmen se le empegostaban los dientes con esa pasta: odiaba usarla. El cepillo, cagado de chiripas, tenía las cerdas abiertas y no podía quitar lo que se le pegaba a las encías. Maricarmen le decía que se siguiera cepillando porque si no les saldría más caro pagar el odontólogo, y luego las caries, y luego el dolor, y el llanto, y "carajita no me aguanto ese ruidero ni loca". Carmen se pasó el cepillo por la boca y luego escupió la pasta. Se enjuagó con la poca agua que quedaba en el tobo.

La noche anterior había escuchado a sus padres pelear. Francisco le había dicho a su mamá algo sobre ir a Palo Verde y ella se puso a llorar: dijo que nada iba a cambiar, que por qué coño seguían así. Carmen también lloraba con su mamá cuando oyó cómo Francisco le pegaba una cachetada. “¡Cállate, coño!”, gritó. Y entonces Maricarmen susurró bajito, pero tan alto como para que ambos lo oyeran: “Mañana ya no sé qué carrizo le voy a dar al bebé. No tenemos nada, no tenemos nada...” Su papá abandonó la habitación, dejando detrás de él el llanto de Maricarmen y ella.

Puso el cepillo en el borde del lavamanos. Se sacó unas lagañas y fue a la cocina. Juan de Dios ya daba los últimos mordiscos a su arepa y su papá seguía palpando el pedazo de tela. Carmen tenía miedo de hablarle.
—Buenos días —dijo, queda.
—Dios la bendiga —respondió su papá. Se levantó de la silla y volvió a su cuarto. Escucharon la cama rechinar.
—Si quieres usa mi plato —ofreció Juan de Dios, tendiéndoselo. Lo tomó y su mamá le sirvió la comida.
—Gracias, mami, Juan.

Juan de Dios salió a la calle un rato. Eladia andaba colgando unos trapos en la ventana. La saludó y se sentó en la pequeña acera.

A Yulimar la conoció en el liceo cuando pasaron para octavo grado. Juan de Dios y ella se saltaban las clases e iban a darse los besos detrás de la Sala de Profesores. Se quedaban ahí, quietos, mirándose; hablaban entre ellos porque era la única manera de escapar.
Yulimar le había comentado que las cosas por su casa no estaban tan bien; que, más bien, todo iba muy mal. Le dijo que quizá iba a tener que dejar el colegio y comenzar a trabajar: “Un trabajo en donde sea, amor. Mamá anda muy mal, que si con fiebre, que si con dolor; no me puedo quedar embobá viendo, sabes”.

Francisco salió de la casa y se sentó al lado de Juan, quien lo miró por un rato. Juan hizo varias veces el ademán de hablarle pero no halló las ganas.
—¿Qué pasa, muchacho? —dijo Pancho, hastiado de la vacilación.
—Papá...
—Dígame, Juan.
—¿Usté fue a la escuela, papá?
Francisco mantuvo una mirada severa sobre él. Juan jugaba con unas piedras de la acera. Aclaró la garganta y se dirigió a su hijo:
—¿Qué pasa, Juan? ¿Y esa pregunta?
—Mire, papá, no sé. Me va a matar usté, pero yo no sé qué hago, papá —dijo, encorvando la espalda como queriendo huir de su respuesta.

Pero calló.

El silencio se mantuvo tenso entre ambos. Ni Juan ni él despegaron la mirada de la acera: Juan seguía revolviendo la piedrita entre sus manos. Yulimar le había contado también que cuando le dijo lo del liceo a la mamá, la señora agarró tal arrechera que partió un plato del lavamanos. Juan sabía que su papá también se iba a arrechar así, más, tal vez peor.

—¡No diga esas vainas! —dijo severamente Francisco—. Muchacho, el saber es lo único que le va a quedar al final de su vida, esas vainas no se desprecian. Qué carajo anda diciendo, Juan, no joda...

Juan de Dios bajó la cabeza. ¿Cómo podía él ayudar a Yulimar y a su maíta estudiando? De nada servía, porque al final no es como si pudieran ir a la universidad, nada de trabajo, a nadie le iba a importar. Porque él sabía que Jesús y Diego bajaban a Los Dos Caminos a conseguirse un montón de plata y esos chamos nada que estudiaban. Sólo agarraban la navaja y ahí los veías.
—Papá, aquí nadie estudia, ¡usted sabe que eso no sirve!

—¡Cállese, coño! ¡Usté y su mamá con la misma vaina! ¡Quítese esa mentalidad, que grandecito está, no joda! —gritó, y luego de una pausa—; Mire, muchacho, ¿cómo cree usté que uno sale adelante? ¡Que no ve lo mucho que trabajamos su mamá y yo! Nada sale por sí sólo, y si está pensando en pajarito preñao, véngamelo diciendo porque yo no crío muchachito pendejo.

Pancho le echó un vistazo a su reloj. Juan de Dios bajó la cabeza, conteniéndose. Su papá le gritó a su mamá a través de la ventana:
—¡Maricarmen! ¡Me voy pa' donde el trigueñito!
—¿Ya?
—Usté cuide a los niñitos. Me da tiempo para ir a practicar.
—¿Te vas, papá? —preguntó José Francisco que llegaba corriendo—. ¿Me vas a llevar?
—Sí, sí, Joseíto. Vamos  a lo del señor Jorge.

Maricarmen los vio alejarse. Cuando ya no podía diferenciarlos en aquellas escaleras infernales, se tiró al piso. Estaba muy agotada. La noche anterior no había podido dormir bien después de la discusión con Pancho. Estaba harta, cada vez que su esposo ganaba una pelea se sentía tan orgulloso que se gastaba la mitad de lo que había ganado en cerveza. Poco a poco, Maricarmen observaba cómo la familia se iba desgastando como la gomaespuma del colchón: Francisco estaba cada vez más irritado. Ya habían llamado de la escuela en varias ocasiones para decir que Juan de Dios no estaba asistiendo a clases. Joseíto y Carmencita comían poco, porque sabían que eso era lo que les quedaba. Eduardito lloraba y ella lloraba con él: “¿Qué me queda, mi bebé, mi caramelito? Tú, tú, tú me quedas, bonito, siempre tú”.

Una cucaracha se acababa de esconder dentro de una grieta de la pared. Maricarmen todavía no se había levantado del piso cuando escuchó a Eduardito despertarse y ponerse a llorar.
—¡Ya voy, mi pequeñito!

Entró a su cuarto y lo tomó en sus brazos. Eduardito era flaquito y negrito como Juan de Dios. Sus ojos eran grandes y redondos. Cuando su mamá lo tomó dejó de llorar. Maricarmen lo miraba ensimismada mientras acariciaba su cabeza, su poco cabello. Lo llevó a la cocina y buscó el tetero.

Tenía sobras de la noche pasada. Se dirigió al baño a buscar el tobo de agua, pero ya no quedaba lo suficiente como para lavarlo. Abajo, al lado del abasto, te llenaban los botellones de agua gratis, porque si no lo llenaban tenían que pagar diez bolos por una nueva. Eduardo babeaba los cabellos de su madre.
—¡Juan de Dios! —llamó Maricarmen.
—Mande, señora —respondió, fuera de la ventana, Juan de Dios, que todavía vagaba en sus pensamientos.
—Nos quedamos sin agua y lo de Eduardito anda sucio.
—Ah, no puede ser —suspiró—. ¿Por qué no le dices a Eladia?
—Bueno, ¿me acompañas abajo a llenar la bombona?

Le llevaron el niño a la vecina. Eladia lo recibió, lavó el tetero por ellos y le dio su leche. Carmencita también se quedó con ella. Juan de Dios y su mamá bajaron las escaleras, cargando los botellones vacíos.

Eladia conocía a Maricarmen desde antes de que se mudaran a vivir a esa casa. Conocía el matrimonio tan bien como si fuera el suyo propio y siempre había estado ayudándolos desde donde ella podía. Eladia sabía que las cosas ya no eran iguales para sus vecinos: tenía días que escuchaba los gritos de la casa de al lado. Sobre todo, los de Pancho resonaban con fuerza. El eco de su voz era el llanto prolongado de Maricarmen, que sólo se difuminaba con la entrada de la noche. Las cosas estaban cambiando.

Normalmente, Francisco iba todos los miércoles y sábados a llenar los botellones, pero, según Maricarmen recordaba, había dejado de hacerlo. A Maricarmen la espalda le dolía, quizá iba a tener que ir a revisársela. Todo se volvía cada vez más difícil para ella. Francisco llegaba y se tomaba tres, cuatro cervezas: “Cállate mujer, no ves que estoy pensando, coño”. Se la pasaba yendo a casa del trigueñito a entrenar. Por lo menos practicaba, por lo menos intentaba hacer su trabajo.

Pero el trabajo tampoco estaba funcionando tan bien. Francisco le echaba la culpa a su mujer, que siempre lo interrumpía. El carajito que quiere irse del colegio y los niños llorando todo el día. “¿Acaso yo soy la única persona en este maldito rancho que sabe llenar los botellones? ¡Maldita sea, Maricarmen, estoy ocupado!”, le había dicho a Maricarmen la semana pasada.
Pancho no iba a aguantarse la quejadera continua de su mujer. José Francisco estaba allá, jugando con el hijo del señor Jorge. Joseíto era un buen hijo: eso pensaba Francisco mientras se probaba la boquilla. Se colocó los guantes y Jorge lo ayudó a colocarse las bandas, con el trapo que le había conseguido Maricarmen. Ella no tenía idea de la sufridera de los entrenamientos. Llevaba semanas con el tema de los botellones. Esas escaleras del 24 de Marzo parecían crecer con el tiempo; hacerse más largas y cansonas. No podía llegar los domingos al Risto con las rodillas destruidas de la caminata. Maricarmen nada entendía mientras se acostaba en la cama rechinante y lloraba.

Joseíto jugaba con Fernando. Vio a su papá salir, ya preparado para pelear. Pancho le dio un abrazo a su hijo y se fue. Nunca habían dejado que José Francisco fuera para allá. Él quería verlo: ver a su papá contra el mundo, ganando a toda costa; su grandioso papá rompiendo todo aquello que hacía que su mamá llorara y Carmencita dejara de comer.

Quería ser como su papá. Él sabía que si llegaba a tener su fuerza y su determinación se comería al mundo. Pensaba que si él fuese como su papá entonces los niños en la escuela dejarían de molestarlo. Podría romperle la cara a todos y nadie lo tocaría. Como su papá cuando golpeaba la mesa, y entonces todos quietos: ahí, en esa casa, nadie se iba a quejar.

Por eso Joseíto lo miraba practicar desde la puerta de la casa del señor Jorge. Su papá era más fuerte que ninguno. Parado en la antesala, justo antes de pelear, Francisco se levantaba alto para triunfar. Una vez terminada la práctica, ya podía tomarse unos vasos de agua y afinar la técnica. Mientras lo hacía, pensaba: “Las cosas funcionan mucho mejor así, sin nervios ni vacilación”.
—¡Colombia! —llamó alguien detrás de la puerta.
—Dime, compa —respondió Francisco.
—La vaina ya está puesta, Colombia, vente ya.

Era fácil. Le bastaba poco para acorralar a su oponente. No había nada de técnica en los coñazos al aire. Maricarmen también solía decirle que ella no entendía qué coño era lo que hacían ahí. Simplemente lanzar piñas, decía. Pero no, no; Francisco sabía que eso era un arte, no una mariquera. Iba a ganar, iba a llevar algo a su casa ese domingo.

Los tres primeros rounds fueron sencillos.

Maricarmen nunca entendió nada. Porque se quedaba quieta, sin ponerle atención a nada, y le juraba a Cristo que ese era el fin del mundo. El fin del mundo era ese rancho suyo, pensó Francisco. El fin del mundo porque no hay agua, porque Eduardito se despierta llorando en las noches, porque Juan de Dios no quiere ir a clases, porque Carmencita deja de comer por su hermano, porque Joseíto no sabe que la vaina está difícil, es el único que no entiende, porque hasta Eduardo lo sabe mientras se traga un moco y su mamá llora en una esquina de la cocina.

A Francisco le llegaron uno o dos golpes al mentón.

No quería darle la razón a Juan de Dios. Él no había terminado nunca el bachillerato, tampoco Maricarmen. Cuando ellos eran jóvenes las cosas eran muy distintas. A los ojos de Pancho, Juan de Dios no tenía idea de lo afortunado que era. Aun así, Pancho lo comprendía de algún modo: “¿De qué me sirve estudiar? ¿Qué puedo hacer si así no ayudo a nadie?”

Nació un desespero real de su pecho. Todo se le amontonaba ante los ojos. Cada golpe era el solo intento de escapar de la angustia; esa sensación de que la familia no llegaría a ser más que polvo en ese barrio gigante, en las escaleras infinitas. El fin del mundo es esta casa, repitió; el fin del mundo es esta mierda.

Empezaba el décimo round.

Podía imaginar la cara de Maricarmen. Tenía en sus manos la decepción de sus ojos y la lloradera, la lloradera. Los ojos hinchados como si fueran de sapo, el miedo de Carmencita, Juan de Dios y la novia escapándose, la voz diciendo bajito: “Ya no queda ni para el bebé, no nos queda nada, nada”. Y nada quedaba, nada.

El oponente lo miró determinado y le sacudió la cara de un golpe. Volaron con el sudor las imágenes y Maricarmen y los carajitos y el futuro.

Francisco Argentiere cayó al suelo por última vez en aquel ring.
El verdadero título es: "Cinco pasos lejos de la escalera". No lo puse completo porque no cabía.

Recibí una ayuda ejemplar para terminarlo de buena manera de ~amacord, que me ayudó con apuntarme varias cositas al cuento. Gracias (:

Espero que les guste, estuve trabajando en él como por una semana entera.

Tiene: 6 páginas, 3178 palabras y 17028 caracteres (incluyendo título). Viva la vida, yay.

Glosario de términos:
Petare: Gran barricada del estado Miranda, justo al lado de Caracas.
José Félix Ribas: Conocido sector de Petare
24 de Marzo: Otro sector de Petare.
Palo Verde: Sector vecino de Petare
© 2010 - 2024 cat-on-wall
Comments36
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addictedtopunk's avatar
WOOOOOOOOOOOOOW Está excelente. El léxico y todo! Bastante bueno!